RECORDANDO AL P. MOISÉS LIRA, M.Sp.S.

EL ENCUENTRO

Centro Histórico de la Ciudad de Puebla. Diciembre 8 de 1948. Capilla de las Religiosas de la Cruz, calle 5 Sur, entre la 11 y la 13 Poniente. Día de mi Primera Comunión. Las mismas religiosas me habían preparado. Mi familia vivía a una calle, esquina de la 11 Poniente y 7 Sur. Tenía 9 años. Ya entonces  un había en mí un vago deseo de llegar a ser sacerdote.

Quería ser acólito. Mamá me decía que me iba a llevar a la iglesia de La Concordia porque ella confesaba con uno de los Padres del Oratorio, quienes atendían ese templo. Pero tenía unos vecinos que eran acólitos en la iglesia de la Inmaculada Concepción, que está en la esquina de la 7 poniente y 16 de Septiembre. De niña, mamá había frecuentado ese templo al cuidado de los Misioneros del Espíritu Santo.

Un día de enero de 1949 acompañé a mamá a misa. Fuimos a ese templo de la Inmaculada Concepción. Salió un Padre a confesar en el momento que comenzaba la misa. Mamá me dijo que fuera a confesarme y le preguntara al Padre qué tenía que hacer para entrar de acólito. El Padre -después supe que se llamaba Salvador Martínez Sosa- me dijo que al terminar la misa fuera a la Sacristía y preguntara por el H. Manuel.

El mismo H. Manuel González Pedroza nos abrió la puerta de la Sacristía. Nos acomodó en unos sencillos sillones y empezamos a conversar. La Sacristía estaba dividida por una celosía que separaba la estrictamente Sacristía del resto de la estancia.

La puerta de la celosía se abrió y apareció el sacerdote que había oficiado la misa. Se acercó a nosotros. Era el P. Moisés Lira Serafín. Fue así como, al verlo celebrar, había conocido al primer Misionero del Espíritu Santo. El P. Moisés se incorporó a nuestra plática. Muy sonriente y amable. Inmediatamente me sentí acogido. Salimos y esa misma tarde regresé a formar parte del grupo de acólitos. Desde entonces sentí “La Concha”, así le decíamos, como mi segunda casa.

LA COMUNIDAD

Además del P. Moisés, que era el Superior, del P. Salvador y del H. Manuel, formaban la Comunidad de Misioneros del Espíritu Santo los PP. Jacinto Torres Macías, Guilebaldo Márquez Carlos y el H. Mariano Maldonado Moreno. Buenos recuerdos guardo de cada uno de ellos. Como un año después llegó el P. Rafael Marco. De vez en cuando pasaban otros Misioneros del Espíritu Santo. Entre ellos recuerdo al P. Ramoncito López Guzmán que entonces, nos decía el H. Manuel, era el Superior de la Escuela Apostólica de Guadalajara. Frecuentemente llegaba el P. Edmundo Iturbide, el Superior General, y a los acólitos nos gustaba encontrarlo porque nos platicaba muy sabroso y contaba sus aventuras, que seguramente muchas la inventaba, pero que nos tenía asombrados y nos hacía vivirlas en nuestra imaginación.

La pastoral de los Padres, siendo la Inmaculada Concepción el Templo Expiatorio Arquidiocesano, atendía todo lo referente al culto del Santísimo Expuesto durante todo el día, especialmente las misas y las confesiones. Había 4 confesonarios, dos al fondo y dos en la parte lateral, frente a las dos puertas del templo. El confesonario lateral más cercano al presbiterio era el que usaba el P. Moisés. A cada lado de la escalinata que subía al presbiterio había unos reclinatorios, tres al lado de la Epístola y dos del lado del Evangelio, junto al púlpito; el del P. Moisés era el primero, subiendo la escalinata a la derecha. Los Padres atendían el grupo de Apostolado de la Cruz y de la Alianza de amor que tenía sede en casa de las Religiosas de la Cruz de la que eran capellanes.

Recuerdo muy bien al P. Moisés haciendo su oración en el reclinatorio y oficiando la misa. Me llamaba la atención que, después de que consumía el Cuerpo y la Sangre del Señor, cerraba los ojos y reposaba su rostro sobre sus manos juntas con los cinco dedos abiertos, justamente sobre los dos dedos índices colocados entre boca y nariz ligeramente aguileña, en íntimo recogimiento. Claro, frente al altar, como se celebraba la misa en esos tiempo

DINÁMICA DE LA VIDA DE ACÓLITO

El grupo de acólitos lo formábamos unos treinta y tantos niños, la mayoría estudiantes de primaria. Los días de clases, de lunes a viernes, íbamos llegando a partir de las cinco, cinco y media de la tarde. No todos los días íbamos todos, casi la mayoría. Nos poníamos a jugar en el patio. Jugábamos sobre todo futbol, pero también béisbol, a los quemados y otros, como lucha libre. La parte baja de la casa era sacristía, un salón pequeño para reuniones pastorales, el patio, el cuarto de acólitos y una escalera que subía a las dependencias de la comunidad religiosa. A la planta baja se accedía por la puerta que daba al templo y por una pequeña puerta sobre la 16 de septiembre, junto a un restaurancito que se conocía con el nombre de Pepe Grillo donde hacían huasmole (mole de huaje o guaje).

A las 6:30 de la tarde se rezaba el Rosario en el templo. Por la puerta de la sacristía que daba al presbiterio entrábamos formados, sin sotana, y nos colocábamos en las bancas pegadas a las paredes laterales, muy cerca del altar. El H. Manuel guiaba el rezo desde el púlpito. Entre misterio y misterio, entonaba el canto Chencho (Crescencio Esquivel), el organista que había estado unos años como religioso Misionero del Espíritu Santo, llegó a ser estudiante de teología en Roma.

Al terminar el Rosario, salíamos al cuarto de acólitos. El H. Marianito subía al púlpito a animar la adoración del Santísimo. Durante esa media hora o 40 minutos, el H. Manuel nos daba algunos puntos de formación o nos daba algunas indicaciones o se tocaba algo que los mismos acólitos queríamos aclarar, pues el grupo de acólitos tenía un Presidente, un Secretario y un Tesorero.

Al cuarto para las ocho, salíamos al templo para la bendición con el Santísimo. Los acólitos que tenían servicio de altar –hacheros, turiferario, paño de hombros- se ponían sotana roja con roquete. Al terminar, nos íbamos a casa.

Frecuentemente, los jueves primeros de mes, todos nos poníamos la sotana y terminada la bendición con el Santísimo, rodeábamos el altar y ahí hacíamos un rato de adoración animada por el P. Moisés o por el H. Manuel. En una ocasión el P. Moisés nos presentó al P. Domingo Martínez y él fue quien nos platicó y nos animó la adoración. Desde entonces conocimos al P. Dominguito como el compañero del P. Moisés desde su primera profesión. Habían sido los dos primeros profesos Misioneros del Espíritu Santo.

Los sábados y domingos acolitábamos las misas según la lista hecha anteriormente. Los sábados eran especiales. Un sábado, por la mañana, jugábamos futbol en un campo que el H. Manuel había conseguido en terrenos de la papelería “La Tarjeta” y aledaños a las instalaciones de “El Mirador”, el incipiente Estadio de Futbol profesional donde jugaba el Puebla. Llegábamos, lo pintábamos y poníamos las porterías portátiles que guardábamos en una humilde casa vecina. Eran unos partidazos, entre gol y gol, pleitos y patadas. El H. Manuel aprovechaba para corregir nuestro carácter.

Un sábado jugábamos futbol por la mañana y por la tarde teníamos lecciones de catecismo.  El sábado siguiente íbamos de excursión todo el día con el H. Manuel. Eran unas buenas caminatas por lugares cercanos a la ciudad: Cholula, Bosques de Naucalpan, el Tepozuchitl, el río del Batán y alguno que otro lugar; en autobús llegamos a ir a Río Frío para caminar por las estribaciones del Telapón. Llevábamos nuestras tortas para comer a mediodía y regresábamos al Rosario.

Además de la vida en familia y de la vida en el colegio, la vida en “La Concha” era lo máximo.

LA FIGURA DEL P. MOISÉS

Poco más de un año gocé de la presencia paternal del P. Moisés.

Por su cercanía con los acólitos, sentíamos que nos acompañaba en todas nuestras actividades. Él y el H. Manuel trabajaban juntos desde hacía años en la atención de los acólitos y habían promovido entre ellos vocaciones para la Congregación. Juntos habían estado en Morelia y ahora en Puebla.

Frecuentemente el P. Moisés animaba el catecismo de los sábados hablándonos sobre diferentes temas o haciéndonos preguntas. También, a veces, se presentaba en la reunión que teníamos después del Rosario para comentarnos algo.

Por esa cercanía se establecía entre nosotros y él una íntima afectuosa relación. Nos gustaba que estuviera con nosotros. Queríamos mucho al P. Moisés y al H. Manuel.

Una tarde, unos 3 o 4 acólitos lo acompaños al pueblo de Amozoc donde él había vivido algunos años de niño. Alguien manejaba el coche y él iba de copiloto, nosotros en el asiento de atrás. El Amozoc de entonces era un pueblo con calles sin asfaltar. El P. Moisés daba indicaciones al conductor y hacía comentarios del lugar.

En otra ocasión, el P. Moisés nos invitó a dos acólitos, Roberto Parra y yo, a que lo acompañáramos a Apizaco. Temprano, por la mañana, nos  fuimos en tren. Llegamos a casa de unas Religiosas a las que iba a dar unas pláticas, seguramente para su día de Retiro Espiritual. Nos dejó en el jardín de la casa y él subió al segundo piso. Después de un rato se asomó y nos dejó caer unas monedas para que fuéramos al parque, que estaba enfrente de la casa, y nos compráramos unas paletas. Acompañamos al P. Moisés en la comida que nos sirvieron las religiosas y regresamos a Puebla en el tren. Era una tarde soleada y el P. Moisés nos platicaba. Olvidé el contenido de la conversación pero ese pequeño viaje se me quedó grabado como un hermoso día.

El último recuerdo que tengo del P. Moisés en el contexto con nuestra vida de acólitos, fue un día a principios de abril de 1950, a dos o tres meses de su muerte. Ese día nos acompañó a un paseo especial que hicimos por el rumbo de Xonaca, cerca de Atlixco. Después de comer lo que habíamos llevado, ya de regreso a Atlixco, nos agarró un fuerte aguacero y el arroyo que teníamos que cruzar venía crecido, por lo que nos tuvimos que meter al agua que nos daba  arriba de la rodilla. Todos nos empapamos. Días después el P. Moisés empezó a estar mal y se lo llevaron a México a curarse. Ya no regresó.

ÚLTIMOS RECUERDOS

A fines de ese mes de abril, nos llevaron a México a unos cuantos acólitos para estar presentes en la consagración de la Capilla de la Inmaculada, Patrona la Escuela Apostólica. He constatado fecha: 26 de abril de 1950. Mons. Luis María Martínez fue quien la consagró. Tengo una vaga impresión de que ahí estuvo el P. Moisés. Si ahí estuvo, fue la última vez que lo vi como lo conocí. Poco después lo internaron en el Sanatario Rougier, que atendían sus Hijas, las Misioneras de la Caridad de María Inmaculada.

Dos veces estuve en ese Sanatorio.

Mi padre tenía un pequeño negocio de ropa y fábrica de camisas. Por esta razón frecuentemente viajaba a México. De vez en cuando me llevaba. Fue así como un día que íbamos a ir, mis padres me dijeron que le preguntara al H. Manuel González la dirección del Sanatorio para ir a ver al P. Moisés. Cuando llegamos a México, les dije a mis padres la dirección. Llegamos a la Av. Insurgentes, no recuerdo el número, pero ahí no había ningún Sanatorio. Entonces rectifiqué y di la correcta. Era la Av. Revolución. Caminando lo encontramos. A pesar de nuestros esfuerzos, no lo pudimos ver. Las religiosas nos dijeron que estaba muy delicado.

Poco después, a unos días de morir, vi al P. Moisés por última vez. El P. Rafael Marco nos llevó a unos 4 o 5 acólitos en el coche de la comunidad. Entonces sí nos dejaron verlo, pero desde la puerta de su cuarto. Estaba inconsciente. Le cubría desde el pecho una cubierta de plástico transparente y tenía una mascarilla de oxígeno.

Luego, el P. Rafael nos llevó a comer a casa de su hermano por la Av. Melchor Ocampo y regresamos a Puebla.

LA HERENCIA

Los acólitos sentimos mucho la noticia de la muerte del P. Moisés.

Un día me encontré solo en el presbiterio del templo. Sentado en la banca que usábamos los acólitos y que hacía esquina con una columna del templo. Desde ese rincón miraba la custodia del Santísimo Expuesto. En ese momento reafirmé mi decisión de ser Misionero del Espíritu Santo. Estaba por cumplir 11 años. Año y medio después entraba a la Escuela Apostólica. A lo mejor me encontraba con el P. Moisés.

                                                                       Enrique Sánchez, M.Sp.S., 74 años después.

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