Vicente Monroy, MSpS
María, que concibió al Verbo Encarnado por obra del Espíritu Santo, es considerada como la mujer dócil a la voz del Espíritu. Es la mujer que acoge en el silencio con una escucha atenta, delicada arriesgada y decidida. Y María, por la acción del Espíritu Santo en ella
engendra a Jesús en la Iglesia. Es la mujer, que, como nosotros, persevera en la fe y la fraternidad, mientras Jesús vuelve.
María es entonces la mujer de la interioridad, la que en su seno permite el desarrollo de la Palabra de Vida. Ella en su silencio se vuelve testigo elocuente de las bendiciones de Dios, del llamado a la comunión con Dios y con los seres humanos, y ramillete de posibilidades propio de quienes esperan. Ella es la mujer del llamado y la confianza, de la comunión y la unidad, de la compasión y el perdón. La mujer del silencio y la escucha que se convierte en la mujer de la esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18). Ella ha llevado a su plena expresión el anhelo de los pobres de Yahveh y resplandece como modelo para quienes se fían con todo el corazón en las promesas de Dios. Ella en su vientre, cargó la Esperanza, el Germen de Vida, el Salvador; y ahora lo gesta en su Cuerpo místico. Los momentos de la vida de María manifiestan con belleza y armonía los rasgos más propios del Espíritu Santo en la vida humana.
Ella acompañó los primeros pasos de la Iglesia naciente, oraba con los discípulos de su Hijo y por ellos. Así, como por obra del Espíritu Santo se convirtió en Madre de Dios, también por obra del mismo Espíritu se convirtió en Madre de la Iglesia, a la que sigue acompañando, con su oración y cercanía, en su peregrinar hacia la Patria celestial.
Así, vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, «perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y sus parientes» (Hch 1,14). María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (LG 59). La primera comunidad cristiana constituye el preludio del nacimiento de la Iglesia; la presencia de la Virgen contribuye a delinear su rostro definitivo, fruto del don de Pentecostés. En efecto, a la intervención misteriosa del Espíritu debía ella su maternidad, que la convirtió en puerta de ingreso del Salvador en el mundo y en la historia.
Contemplemos a María en el misterio de su Soledad, como etapa fecunda del Espíritu
La Espiritualidad de la Cruz contempla a María, la Madre de Jesús, en el misterio de su Soledad. Este misterio nos llama a participar y vivir el camino de la fe y de su profunda esperanza.
Conchita penetra en este misterio bajo la luz del Espíritu Santo y descubre la profunda unión con María, en su asociación a la obra redentora de su Hijo, especialmente en los últimos años de su vida (desde la Ascensión de Jesús hasta la Asunción de ella).
María aparece en estos años como la mujer de Pentecostés, la Mujer fecunda, la mujer orante de la fe, la esperanza y el amor maduro; la Mujer de la Eucaristía y de la comunión.
Conchita es invitada por Dios a vivir su vida participando activamente en este misterio de la plenitud de María, su Soledad. Entiende que esta etapa de vida le permite unirse íntimamente a Jesús y ser fiel a su amor, colaborando así en la santificación del
mundo y la Iglesia.
La Soledad de la Madre de Dios es la configuración suprema con Cristo Crucificado, el sentido profundo de su maternidad espiritual por el sufrimiento salvífico que nace del amor y de la caridad consumada y que produce la perfecta alegría, el gozo que nace de la Cruz de Cristo y que es fruto del Espíritu Santo. Esta devoción a María en el misterio de su Soledad nos conecta con María de Pentecostés, con María Madre de la Iglesia, con María orante, Madre de la humanidad.
Solo la transformación operada por el Espíritu Santo puede redimir y salvar. Allí está nuestra esperanza y la esperanza del mundo.