El mecanismo
Todos nos hemos sentido solos en algún momento de nuestra vida o en muchos. No importa si somos niños, jóvenes, adultos o ancianos; solteros, casados, viudos o divorciados; hombres o mujeres. Durante el transcurso de nuestra vida surgen situaciones en las que sentimos estar completamente solos, a pesar de estar rodeados de personas.
La filosofía relacional actual nos lleva a vivir en un egoísmo compartido y solapado. Estaré contigo mientras me seas útil y me gratifiques; nos amamos, pero unámonos solo para compartir unos momentos placenteros; compartamos las vacaciones, pero cada quien siga viviendo en la comodidad de la casa de sus padres; seguimos siendo novios, aunque llevemos varios años viviendo juntos.
«Ayer conocí una nueva amiga», me decía una chica de la pastoral. Me compartió que la conoció en una calle de la ciudad mientras ella estaba pérdida buscando un hotel. El encuentro de donde surgió esa nueva amistad duró diez minutos. Yo simplemente le pregunté: «¿Y la consideras tu amiga?»
La experiencia
El frío calaba mis huesos; era muy intenso. Con la humedad de aquellos días, parecía tener una habilidad para atravesar mi pantalón y mi chamarra, mis huesos y mi corazón. Pienso que se hacía más intenso en la soledad de mi recámara, en la lejanía que experimentaba mi alma, aun cuando me encontraba rodeado de personas, ya fuera en las actividades pastorales, en la eucaristía o cuando me reunía con la familia.
Mi aislamiento, nacido de las prisas de la vida diaria, por querer concentrarme en mi trabajo y en mis tareas, por cuidarme del Covid o de la influenza, por el anhelo de los vínculos del pasado, me llevó a la soledad sin darme cuenta de ello.
Buscaba compañía en internet y en chat, buscando palabras e imágenes bonitas, o una profunda amistad en el bar. Una carrera contra la soledad que lo único que hacía era sumirme más y más en el vacío, en la soledad, en el ensimismamiento, en la superficialidad y la utilización de los demás.
Lo profundo, mi pozo, mi Espíritu
Un día, al sentirme profundamente solo surgió un atisbo de aquella fe que en otros momentos me movía y me llenaba de amor. Me permití experimentarla. Y empezó a renacer la esperanza de buscar a Aquel que me llamaba a estar con él. Estando solo en mi cuarto, abrí la Biblia al azar –como no debería hacerlo, según los eruditos–. El Señor me dijo: «No temas, porque yo estoy contigo» (Is 41,10). Se me oprimió el corazón y lloré dejando salir esa soledad fruto de mi aislamiento. Experimenté la compañía misteriosa de Dios, y empezó a crecer el anhelo de dejarme amar y ser amado, de salir al encuentro de los demás, de dejarme mirar por el Padre en ese pequeño espacio donde ahora no estaba solo, sino mirado y abrazado por un Dios compasivo y amoroso.
Escuchaba en lo profundo de mi corazón: «¡Sé fuerte y valiente! ¡No tengas miedo ni te desanimes! Porque yo, el Señor y tu Dios, te acompañaré a donde quiera que vayas» (Jos 1,9). Pasaban los días, y yo comprendía poco a poco que mi soledad está habitada por mi Dios. Y quiero que siga siendo así: el lugar de encuentro conmigo mismo y con mi Dios.
¿Qué me llevó al aislamiento y a esa soledad que asfixia y mata? Sigo rastreando mis huellas para para sacar aprendizajes. Resuenan en mí las palabras del papa Francisco que dice que si no tengo la capacidad de estar en soledad corro el riesgo de quedarme en la superficie de las cosas y nunca tomar contacto con el centro de mi existencia, ser un extraño para mí mismo y para los demás.
La desolación, fruto del aislamiento que he vivido, ha sido una buena sacudida para mi alma: me ha hecho dolorosamente más humilde, me ha recordado dónde está mi tesoro, el que me acompaña y me guía. Él me ama siempre y en todo lugar, Él me sostiene y me impulsa a amar.
Homero Merlín, MSpS